El otro día me pasó algo curioso en una clase de 5to año.
Estaba hablando con mis alumnos sobre el “relato fantástico” y, como siempre
que se habla de eso, terminamos reflexionando sobre lo sobrenatural y las
experiencias paranormales. Entonces, comenté al pasar que yo creía en Dios. La
decepción del alumnado fue evidente, tan evidente que se hizo un silencio
semejante al que se suele implantar luego de un momento bochornoso o, incluso, trágico.
Finalmente, el silencio fue roto por uno de los chicos, que levantó la mano:
“¿En serio, profe? ¿Usted cree en Dios? Eso sí es raro…”. “¿Por qué es raro?”,
le pregunté. “No sé… No me lo imaginaba, teniendo en cuenta que usted es… es…
no sé, inteligente”. Después de semejante respuesta, la discusión, obviamente, adquirió
un nuevo derrotero.
El colegio en cuestión es un colegio católico, por lo que
la resistencia de los jóvenes a la religión es más vehemente ahí que en otras
instituciones que no profesan ninguna creencia. Entre las formas en que se
expresa esta resistencia está la de considerar que las personas creyentes son,
por definición, poco inteligentes, sumisas y, por qué no, ignorantes. El
argumento esgrimido por los jóvenes es el de que el creyente no cuestiona nada
y a cada incógnita planteada por la vida responde con un “es la voluntad de
Dios” o “Dios así lo hizo”. Algo verdaderamente injusto, ya que, entre los
creyentes, no son pocos los que tienen que convivir con un número incontable de
preguntas y de cuestionamientos, que no sólo no se ven atenuados por el hecho
de creer en Dios, sino que, por el contrario, se ven exacerbados por eso.
Parece mentira que se haya olvidado que no pocos de los
más grandes filósofos e intelectuales de la historia creyeron en la existencia
de Dios. No voy a dar una lista de nombres porque no tiene sentido; lo que sí
quiero marcar es que la idea de creer en Dios no tiene por qué ir de la mano
con una postura sumisa de doblegamiento intelectual. De hecho, no hay que
olvidar que el fundador del cristianismo (que el cristiano tiene por maestro,
líder y, por si fuera poco, Dios mismo)
fue un gran crítico de la realidad que le tocó vivir y que les enseñó a sus discípulos
a mantener esa misma postura: críticos con la realidad política, con la
realidad circundante y críticos también con la realidad religiosa. Él, que
marcó la historia hasta tal punto que ella misma se divide en antes y después
de su nacimiento, llegó a elevar los ojos al cielo y preguntarle a su mismo Padre por qué
lo había abandonado. Quién ve en Jesús un ejemplo de subordinación intelectual
y de apatía crítica, no ve a Jesús.
Vivimos tiempos de pereza intelectual. Los partidos
políticos se valen de la incondicionalidad irreflexiva de sus adeptos para
llenarse los bolsillos, las religiones se nutren de la irracionalidad de sus
fieles para subsistir, las publicidades nos vuelven idiotas hasta el punto de
hacernos creer que necesitamos lo innecesario para poder vivir, la felicidad se
convirtió en una utopía al alcance de la billetera, las redes sociales nos muestran
cómo una persona puede mostrarse alegre y suicidarse a las pocas horas… Ejercer
una actividad crítica no es una anormalidad religiosa, sino una anormalidad a secas.
Por mi parte, seguiré ejerciendo mi libertad al momento
de pensar y de decir lo que se me venga en gana. Siempre con respeto, pero con
decisión y argumentos. Y que caiga el que tenga que caer, incluso yo mismo. Soy
católico, creo en la democracia, no apoyo la legalización del aborto, confío en
la ciencia y no dejo de hacerme preguntas y de cuestionar todo lo que me rodea.
Y, tengo que admitirlo, esa tendencia a la crítica (tal vez innata) se vio
reforzada después de leer los Evangelios.