Soy docente.
Profesor de Prácticas del lenguaje y de Literatura del Nivel Secundario para
ser más exacto. Por esto mismo, el comienzo de las clases no es cualquier
momento del año para mí, sino una etapa llena de entusiasmo, esperanza,
expectativas, locura, paranoia y, por qué negarlo, depresión. Pero acá estamos,
intentando ponerle el pecho a la cuestión y esforzándonos por no abandonarlo
todo incluso antes de empezar.
Lo primero
con lo que nos encontramos al volver de las vacaciones (que, a pesar de lo que
dijo una ciudadana argentina, que preside una versión alternativa y bastante poco
creíble de nuestro país, no son de tres meses) es la reunión de personal, en la
que los directivos de las escuelas nos reciben entre risas distendidas y comentarios
despreocupados, que durarán menos que los proyectos económicos de un adulto de
clase media. En reuniones de este tipo se dan las directrices que luego se
olvidarán en el mismo instante en que el primer alumno ponga su pie en el aula.
Es que hasta ese momento se piensa en cómo los alumnos pueden mejorar su
desempeño, en cómo podemos hacer para que entiendan y se interesen, en cómo
podemos (sin exagerar) cambiar sus vidas. Después nos encontramos con esos
seres afásicos cuyos intereses no se relacionan, siquiera remotamente, con lo
que ocurre dentro de las paredes de la escuela. Para nosotros, los docentes, la
escuela es ese lugar que puede hacer la diferencia, mientras que para el
adolescente (y para algunos adultos sinceros), la escuela no es más que esa
institución que logra volver aburrido aquello que puede llegar a ser
fascinante: a los que les gusta la música y quieren ser músicos, la asignatura Música les resulta un bodrio; a los que les encanta leer hasta altas horas de
la noche, el material dado por los profesores de Literatura los aburre y
deprime; a los que les gusta la biología, dejarían todo para irse de ese cuartito
reducido que es el aula para estudiar la biodiversidad de cualquier parte; y los
ejemplos podrían seguir. Distintos intereses, que responden a distintas
percepciones y construyen, por eso, distintas realidades.
Y por
último está el centro mismo de toda esta cuestión, esa especie de factor viral
que contagia y enferma todo lo demás: a pesar de lo que se diga en voz alta (que,
como todo lo que se dice en voz alta, es tendencioso), a pocos les importa que
los chicos aprendan. Y no me refiero a que aprendan contenidos (esos contenidos que, de cualquier forma, poco les
servirán en la vida real), sino a que aprendan aquella visión del mundo
verdaderamente significativa: valores éticos, responsabilidad, coraje, esfuerzo…
Al fin y al cabo, todo se reduce a que los chicos aprueben y pasen de año. Los
Gobiernos buscan mantener matrículas para que cierren los números y no las
aulas, los colegios pagos tratan de evitar la fuga de divisas, los padres
quieren que sus hijos pasen de año para no tener más problemas de los que ya
tienen… Y así, los chicos quieren aprobar, los padres quieren que los chicos
aprueben, los colegios quieren que los chicos aprueben y los Gobiernos quieren
que los chicos aprueben, mientras que en el medio de esta conspiración
improvisada e inconexa, los docentes (algunos, aunque no todos) siguen buscando
que los chicos estudien. Por esto
mismo, el docente todavía parece desfasado, poco adaptado a los “tiempos nuevos”.
Atraviesa una especie de crisis esquizofrénica cuando escucha que se le pide
que, si un alumno se equivoca, no lo desapruebe, si no que evalúe el error;
cuando evita calificar la responsabilidad, porque se sabe que los jóvenes son
irresponsables; cuando acepta no ponerle un uno a quien se sacó un uno, para no
desmotivar a quien nunca estuvo motivado; cuando no toma en cuenta que un chico
hizo un machete, ya que la confección misma de un machete requiere trabajo y
concentración; cuando se cuestiona a sí mismo cuando un alumno lo putea en vez
de cuestionar al alumno que lo puteó; cuando cuando cuando…
El día que los docentes se den
cuenta de que aprobando indiscriminadamente van a tener menos trabajo y menos
problemas, tal vez ese día se unan a aquel grupo antes mencionado. O no, ya que
no todos eligen por comodidad o beneficio propio. De ser así, la especie
docente se habría extinguido poco después de la erradicación de la viruela.
Pero al menos no tendríamos que preguntarnos por qué ya no nos respetan ni nos
pagan sueldos dignos. Hacemos lo que nadie quiere que hagamos: tratamos (a
veces bien, a veces no tanto y a veces con demasiados errores) de alentar a los
jóvenes a elegir el camino del conocimiento, que es un camino de crítica. Y a pocos
les gusta la crítica, porque la crítica es pensamiento independiente, y todo
está atravesado por intereses. Somos una piedra en el zapato, irracionalmente
aferrados a un ideal que muchos de nosotros ni siquiera sabíamos que teníamos
hasta entrar a un aula. Pero ahí estamos, y hacia ahí seguimos yendo. Hasta que
nos reemplacen por autómatas, si es que ya no lo están haciendo. Me pareció
haber visto a algunos, caminando en círculos por los pasillos, con la vista
perdida y algo de espuma en la boca…
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