miércoles, 5 de marzo de 2014

Sobre la muerte (y, por ende, sobre la vida)


Stultum est timere quod vitare non potes.
(Absurdo es temer lo que no se puede evitar.)
Publio Siro (siglo I a. C.)


            Envidio (aunque no admiro) a las personas que pueden vivir su vida evitando pensar en la muerte. Por el contrario, me dan pena aquellos que se sumergen en un pensamiento obsesivo, que contamina cada uno de los días que viven bajo el sol, convirtiendo hasta la tarde más hermosa en una noche cerrada, llena de sombras. Para los primeros, la muerte espera, y de su cercanía o lejanía (siempre falsa y supuesta) dependerá el nivel de pánico o de tranquilidad que los embargue. Y para los segundos, la muerte ya ganó su combate, y cuando llegue y los arranque de este precario mundo no tendrá más que venir a retirar lo que ya es suyo, de la misma manera que una persona que ganó una rifa no tiene más que retirar un premio que ya lleva su nombre. Y es que la muerte no gana cuando mata a alguien, sino cuando contamina su vida, cuando obliga a vivir a quien no murió como si ya lo hubiese hecho, cuando se hace presente antes de estar, en rigor, presente. Dicho más brevemente: la muerte gana cuando infunde miedo.


A. Schopenhauer
            Cuando reflexiono al respecto, con regularidad pienso que el miedo a la muerte no sólo es el miedo más universal, sino también el más absurdo. Nos aferramos a la vida como una persona con sed podría aferrarse a un vaso con agua salada: con una obstinación ilusoria. Si fuésemos más realistas y observadores, veríamos que muchas veces la vida, tal y como la vivimos, no vale el esfuerzo que uno hace por conservarla. Ya lo dijo el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) en El mundo como voluntad y representación: «es imposible negarse a admitir que la vida es un negocio, cuyos ingresos están lejos de cubrir los gastos» (Cap. XXVIII). Pero seguimos aferrándonos, con garras desesperadas, ante la incierta presencia de la nada[*].

            Schopenhauer no fue el único en notar esta asimetría en la valoración de la vida y de la muerte. Antes que él, el poeta español Francisco de Quevedo (1580-1645) escribió varios sonetos al respecto, siendo uno de los más conocidos el siguiente:


                                               Ya formidable y espantoso suena,
                                   dentro del corazón, el postrer día;
                                   y la última hora, negra y fría,
                                   se acerca, de temor y sombras llena.

                                               Si agradable descanso, paz serena,
                                   la muerte, en traje de dolor, envía,
                                   señas de su desdén de cortesía;
                                   más tiene de caricia que de pena.

                                               ¿Qué pretende el temor desacordado
                                   de la que rescatar, piadosa, viene
                                   espíritu en miserias anudado?

                                               Llegue rogada, pues mi bien previene;
                                   hálleme agradecido, no asustado;
                                   mi vida acabe, y mi vivir ordene.


F. de Quevedo
Se podría escribir un ensayo entero sólo analizando este soneto. No obstante, y como no tengo la posibilidad de hacerlo, me voy a limitar a unas cuantas observaciones. Como se ve, para Quevedo la muerte viene a liberar al espíritu del nudo de miserias que representa la vida. La muerte es aquella que rescata, proporcionando por fin descanso y paz, y por eso mismo tenemos que serle agradecidos. Claro, Quevedo era humano, y como tal temía a la muerte, por más que se empecinara en dar razones para no hacerlo.

Tememos a la muerte, aunque no deberíamos. Creo que en esto todos somos un poco Quevedo (al menos los que nos tomamos el trabajo de reflexionar al respecto). Haciendo un balance, hay pocas cosas más terribles que la vida (al menos la de la mayoría de las personas). A lo mejor la idea del Infierno fue desarrollada por el hombre con el fin de insuflar el miedo a la muerte a las personas y desviar su atención de la vida: sólo la idea de un sufrimiento eterno y sin descanso le gana en gravedad a una vida llena de sufrimientos con alguno que otro descanso.

Y, sin embargo, vale la pena vivir. Vivir en el verdadero sentido de la palabra, y no simplemente estar vivo, como ya nos había señalado el escritor alemán Gustav Meyrink (1868-1932) en su cuento «La visita que J. H. Oberheit hace a las tempijuelas». Vivir, en una constante rebeldía ante la muerte, no negándola (como mal hace nuestra modernidad), sino riéndonos en su cara, demostrándole que seguimos ganando mientras seguimos vivos, disfrutando de lo único que verdaderamente existe y donde ella no puede intervenir: el instante.

Epicuro
Quien vive el instante no le teme al futuro, porque no lo necesita. Quien vive el instante no desea nada, porque lo tiene todo. Quien vive el instante no sufre la muerte, porque, parafraseando al filósofo griego Epicuro (342/1 – 270 a. C.), la muerte no tiene lugar en el instante, por eso la imposibilidad de experimentarla, ya que cuando nosotros estamos, ella no está, y cuando ella está, nosotros no estamos. Quien vive el instante, podríamos decir, realmente vive. Y con esto no me refiero a una vida descontrolada o a una falta total de previsión, sino a la actitud del sabio, que no desconoce la posibilidad del futuro, pero que sabe que el futuro, en tanto posibilidad eterna y abierta, no existe de verdad. Me refiero al bíblico «No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas.» (Mateo 6, 34). A eso me refiero, simplemente.

Envidio (aunque no admiro) a las personas que pueden vivir su vida evitando pensar en la muerte. A su modo son cobardes, que retrasan por omisión y negación el momento del pánico, pero al menos lo retrasan. Por el contrario, admiro (y envidio por igual) a las personas que viven su vida de verdad, de forma tal que no tienen que temer aquello que todavía no existe. Nada existe excepto el instante. Lo que viene es tan inaccesible como lo que ya se fue. Prever el futuro es tan imposible como cambiar el pasado. Media hora hacia el pasado es tan lejana como mil años; en cualquier caso, el acceso a tales momentos se nos está prohibido. Sólo accedemos al instante, tan inasible como el tiempo mismo.

Admiro (y envidio por igual) a quienes viven el instante. Y son tan pocos. Y es tan difícil…

Si la vida es una fiesta, sus pasillos, galerías y salones están casi vacíos. No por exclusividad o exigencia, sino porque las personas, que son las que tendrían que estar ahí, disfrutando, no encontraron nunca la puerta de acceso. Tal vez es hora de que la encontremos (o al menos de que la busquemos, conscientemente), desde nuestra propia y responsable individualidad.




[*] En otro artículo, llamado «La esencia del miedo» y publicado en el blog El lugar de lo fantástico, me propuse reflexionar sobre la relación del miedo a la muerte con la nada. (Ver aquí)



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