Stultum est timere
quod vitare non potes.
(Absurdo es temer lo
que no se puede evitar.)
Publio Siro (siglo I a.
C.)
Envidio
(aunque no admiro) a las personas que pueden vivir su vida evitando pensar en
la muerte. Por el contrario, me dan pena aquellos que se sumergen en un
pensamiento obsesivo, que contamina cada uno de los días que viven bajo el sol,
convirtiendo hasta la tarde más hermosa en una noche cerrada, llena de sombras.
Para los primeros, la muerte espera, y de su cercanía o lejanía (siempre falsa
y supuesta) dependerá el nivel de pánico o de tranquilidad que los embargue. Y para
los segundos, la muerte ya ganó su combate, y cuando llegue y los arranque de
este precario mundo no tendrá más que venir a retirar lo que ya es suyo, de la
misma manera que una persona que ganó una rifa no tiene más que retirar un
premio que ya lleva su nombre. Y es que la muerte no gana cuando mata a alguien, sino cuando contamina su vida, cuando obliga a vivir
a quien no murió como si ya lo hubiese hecho, cuando se hace presente antes de
estar, en rigor, presente. Dicho más brevemente: la muerte gana cuando infunde miedo.
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A. Schopenhauer |
Cuando
reflexiono al respecto, con regularidad pienso que el miedo a la muerte no sólo
es el miedo más universal, sino también el más absurdo. Nos aferramos a la vida
como una persona con sed podría aferrarse a un vaso con agua salada: con una obstinación
ilusoria. Si fuésemos más realistas y observadores, veríamos que muchas veces
la vida, tal y como la vivimos, no vale el esfuerzo que uno hace por
conservarla. Ya lo dijo el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) en El mundo como voluntad y representación:
«es imposible negarse a admitir que la vida es un negocio, cuyos ingresos están
lejos de cubrir los gastos» (Cap. XXVIII). Pero seguimos aferrándonos, con
garras desesperadas, ante la incierta presencia de la nada[*].
Schopenhauer
no fue el único en notar esta asimetría en la valoración de la vida y de la
muerte. Antes que él, el poeta español Francisco de Quevedo (1580-1645)
escribió varios sonetos al respecto, siendo uno de los más conocidos el
siguiente:
Ya
formidable y espantoso suena,
dentro
del corazón, el postrer día;
y
la última hora, negra y fría,
se
acerca, de temor y sombras llena.
Si
agradable descanso, paz serena,
la
muerte, en traje de dolor, envía,
señas
de su desdén de cortesía;
más
tiene de caricia que de pena.
¿Qué
pretende el temor desacordado
de
la que rescatar, piadosa, viene
espíritu
en miserias anudado?
Llegue
rogada, pues mi bien previene;
hálleme
agradecido, no asustado;
mi
vida acabe, y mi vivir ordene.
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F. de Quevedo |
Se podría
escribir un ensayo entero sólo analizando este soneto. No obstante, y como no
tengo la posibilidad de hacerlo, me voy a limitar a unas cuantas observaciones.
Como se ve, para Quevedo la muerte viene a liberar al espíritu del nudo de
miserias que representa la vida. La muerte es aquella que rescata,
proporcionando por fin descanso y paz, y por eso mismo tenemos que serle
agradecidos. Claro, Quevedo era humano, y como tal temía a la muerte, por más
que se empecinara en dar razones para no hacerlo.
Tememos a la
muerte, aunque no deberíamos. Creo que en esto todos somos un poco Quevedo (al
menos los que nos tomamos el trabajo de reflexionar al respecto). Haciendo un
balance, hay pocas cosas más terribles que la vida (al menos la de la mayoría
de las personas). A lo mejor la idea del Infierno fue desarrollada por el
hombre con el fin de insuflar el miedo a la muerte a las personas y desviar su
atención de la vida: sólo la idea de un sufrimiento eterno y sin descanso le
gana en gravedad a una vida llena de sufrimientos con alguno que otro descanso.
Y, sin
embargo, vale la pena vivir. Vivir en
el verdadero sentido de la palabra, y no simplemente estar vivo, como ya nos había señalado el escritor alemán Gustav
Meyrink (1868-1932) en su cuento «La visita que J. H. Oberheit hace a las
tempijuelas». Vivir, en una constante
rebeldía ante la muerte, no negándola (como mal hace nuestra modernidad), sino
riéndonos en su cara, demostrándole que seguimos ganando mientras seguimos
vivos, disfrutando de lo único que verdaderamente existe y donde ella no puede
intervenir: el instante.
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Epicuro |
Quien vive el
instante no le teme al futuro, porque no lo necesita. Quien vive el instante no
desea nada, porque lo tiene todo. Quien vive el instante no sufre la muerte,
porque, parafraseando al filósofo griego Epicuro (342/1 – 270 a. C.), la muerte
no tiene lugar en el instante, por eso la imposibilidad de experimentarla, ya que
cuando nosotros estamos, ella no está, y cuando ella está, nosotros no estamos.
Quien vive el instante, podríamos decir, realmente vive. Y con esto no me refiero a una vida descontrolada o a una falta
total de previsión, sino a la actitud del sabio, que no desconoce la
posibilidad del futuro, pero que sabe que el futuro, en tanto posibilidad
eterna y abierta, no existe de
verdad. Me refiero al bíblico «No se preocupen por el día de mañana, pues el
mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas.» (Mateo
6, 34). A eso me refiero, simplemente.
Envidio (aunque
no admiro) a las personas que pueden vivir su vida evitando pensar en la
muerte. A su modo son cobardes, que retrasan por omisión y negación el momento
del pánico, pero al menos lo retrasan. Por el contrario, admiro (y envidio por
igual) a las personas que viven su vida de verdad, de forma tal que no tienen
que temer aquello que todavía no
existe. Nada existe excepto el instante. Lo que viene es tan inaccesible como
lo que ya se fue. Prever el futuro es tan imposible como cambiar el pasado.
Media hora hacia el pasado es tan lejana como mil años; en cualquier caso, el
acceso a tales momentos se nos está prohibido. Sólo accedemos al instante, tan
inasible como el tiempo mismo.
Admiro (y
envidio por igual) a quienes viven el instante. Y son tan pocos. Y es tan
difícil…
Si la vida es
una fiesta, sus pasillos, galerías y salones están casi vacíos. No por
exclusividad o exigencia, sino porque las personas, que son las que tendrían
que estar ahí, disfrutando, no encontraron nunca la puerta de acceso. Tal vez
es hora de que la encontremos (o al menos de que la busquemos, conscientemente),
desde nuestra propia y responsable individualidad.
[*]
En otro artículo, llamado «La esencia del miedo» y publicado en el blog El lugar de lo fantástico, me propuse
reflexionar sobre la relación del miedo a la muerte con la nada. (Ver aquí)
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